jueves, 19 de marzo de 2020

COVID-19

Leí algo parecido a esto de una de mis escritoras favoritas: "Las cifras dejan de ser simples números cuando nos afectan o abrazan a algún ser querido".

El COVID-19 no era más que un virus que estaba afectando personas al otro lado del mundo, hasta que llegó en un avión a Colombia, acompañado de sus amigos: terror, pánico, desesperanza y pérdida. 

Estos días he visto a muchos perder su cabeza, a otros perder la calma, a otros el sentido de solidaridad y la paciencia; así como también he visto a muchos perder el egoísmo y con él su cómoda posición para arriesgar su vida y dar libremente lo que nadie les pidió entregar.

Dentro de las pérdidas que trajo el COVID-19, se incluye una porción de mis ahorros los cuales se vieron afectados por la volatilidad en los mercados. A nadie le gusta perder y menos cuando se trata de algo que es preciado o valioso, pero al ver esa cuenta disminuir a la velocidad de expansión del virus, sentí que el mundo se detuvo y pude meditar en lo que hoy quiero compartir con ustedes fieles y abandonados lectores (de antemano perdón por no escribir tanto como prometí un día).

Perder esos recursos me ha hecho meditar en todo el esfuerzo impreso en hacer crecer unos números intangibles que se esfumaron con mucho menos trabajo del que le costó a nuestra familia conseguirlos. En una entrada anterior les compartí que al casarme había decidido vivir con más recuerdos felices que millones en el banco, pero con el tiempo y con los afanes por avanzar en una carrera de ratas, a la que me inscribí por propia voluntad, olvidé esa luz rectora y ahora que estoy solo en mi casa intentando guardar la vida de mi esposa y la mía, vuelvo a entrar en razón y recuerdo que lo esencial no se puede comprar y que las personas son más valiosas que nada en este mundo. 

Apartado de las personas que amo, me he lamentado las veces que no quise o no pude verlos y pienso en lo que sería vivir sin ellos y lo poco que puede hacer el dinero para llenar esa necesidad de estar a su lado. He entendido un poco la fragilidad de la vida y lo mucho que preciso depender de Dios en cada minuto y rincón de mi existencia; finalmente aunque he creído que esta vida me pertenece, el COVID-19 me ha recordado lo mortal e impotente que soy y lo eterno y omnipotente que es Él.

He podido comprender que la iglesia no es un edificio, sino que la iglesia somos nosotros. El no poder ir al templo físico donde nos reunimos todos juntos, casi rebosando,  ha sido difícil y doloroso, me he reprochado hasta el cansancio las veces que me atreví a pisar un templo sin asombro y lleno de costumbre, pero por otra parte me ha mostrado cuán poderoso es el reino de los cielos y lo imparable que es la comisión que nos ha sido delegada. Más que nunca amo la iglesia -no una denominación en especial- sino toda ella. Me conmueve ver cientos de líderes cristianos unirse en oración y esfuerzos por seguir llevando el mensaje de buenas noticias en medio de la oscuridad de un mundo pandémico, agonizante y sediento.

Odio el COVID-19, pero al mismo tiempo me siento agradecido por lo que la situación me ha recordado y lo mucho que me ha revelado. Oro porque "esta breve tribulación" sea más corta de lo que todos pensamos y que mientras este sentimiento de solidaridad y reflexión nos embarga tomemos decisiones basados en principios que no puedan moverse cuando todo vuelva a la normalidad.

Saludos desde el aislamiento,

Henry.