miércoles, 28 de noviembre de 2018

SI QUIERES SER FELIZ, NO TE CASES

Mis más de 365 días de casado me han dado una lección de vida, que quiero compartir con los lectores de este blog: SI ALGUIEN QUIERE SER FELIZ, QUE NO SE CASE.

Esta afirmación nada tiene que ver con algún tipo de descontento con mi matrimonio o con la esposa que elegí. Nace de una conclusión a la que he podido llegar a través de la observación de otros y por supuesto de la experiencia propia.

Somos demasiado egoístas, y siempre buscamos el bien, la comodidad y la satisfacción propia. Muy pocos de nosotros pensamos en los demás antes que en nosotros mismos, buscamos promociones en nuestros trabajos sin importar a quién tengamos que ensuciar en el camino, nos preocupamos del resultado del equipo del que hacemos parte, siempre con la intención de que seamos nosotros los galardonados, compartimos pedazos de nuestra vida en diferentes redes sociales a fin de ser aceptados, aplaudidos y elogiados por los logros alcanzados o por las metas que se vislumbran en nuestro brillante porvenir; pero pocas veces nos enfocamos en los otros, sus necesidades o en las infinitas posibilidades que tenemos a nuestro alcance para mitigar su dolor o resolver sus problemas.

No sé ustedes, pero después de correr tras el viento de la felicidad propia y alcanzar el espejismo de "lo soñado", me he dado cuenta que la meta no era tan alta y por ende tan satisfactoria como yo pensaba. Quizás ese título universitario no nos hizo sentir tan sapientes como pensamos, ese carro tampoco nos satisfizo y esa pareja tan anhelada no es tan perfecta como lo soñamos despiertos una y otra vez.

Y es que la vida no se trata de qué tan felices podemos ser, y esa es la lección que aprendo a diario en mi matrimonio. No me casé para ser feliz yo, sino para hacer a mi esposa más feliz de lo que era cuando estaba sin mí. La vida como el matrimonio, no debería ser una competencia, pero si algún día se tornara en una, que sea una en la que quien haga más feliz al otro, sea el que gane. 

Intento vivir bajo esta filosofía de dar sin recibir a cambio, entregar sin medir el riesgo, invertir sin medir la tasa de retorno, me esfuerzo por tener mis ojos abiertos a lo que los corazones de otros gritan y a lo que mi propio espíritu tiene para brindar. Procuro con diligencia no caer en el desbalance de querer hacer feliz a todo el mundo a mi alrededor (aunque para ser honesto fallo en la gran mayoría de ocasiones - por exceso o por defecto), creyendo que siempre es mejor dar que recibir, sembrar que cosechar y que las mejores cosas de la vida, no son las que siento en mi pecho, sino las que produje en los corazones de otros.

Este, y solo este es el verdadero mensaje de la cruz. No esas atractivas cruces en neón que hablan de un evangelio de felicidad inmediata y prosperidad de microondas. Hablo de la cruz que el profeta Isaías vio cientos de años antes del nacimiento de Jesús, una llena de astillas, una que incomoda, una que no cubre el cuerpo desnudo y desolado de un Salvador que desposó una iglesia imperfecta, adúltera y olvidadiza, no para su felicidad propia, sino para el beneficio de multitudes.

Anhelo ser reconocido como un esposo que ama como Cristo amó su iglesia, y no solo como un buen esposo, sino como un discípulo que siguió los pasos de su maestro por la vía dolorosa, la vía correcta. Por eso SI QUIERES SER FELIZ, NO TE CASES.

viernes, 27 de abril de 2018

¡VIRGEN A LOS 28!

En el mundo actual, pareciera que ser virgen es más un problema que una virtud. En mi adolescencia pensé que ser el gordito-cristiano-virgen del salón me convertía en un tipo de espécimen extraño y subdesarrollado, motivo por el cual me sentí retrasado e inferior durante muchos años.

Tenía la idea -un tanto idealista- de casarme de 20 años, con el fin de "hacer la voluntad de Dios" pero también con el propósito subliminal de "deshacerme de este problemita llamado virginidad" lo antes posible. La verdad es que la persona correcta no llegó a los 20, ni a los 21 y mucho menos a los 22; y en todo este tránsito de pensamientos y frustraciones internas que empiezan a embargar el alma en el tiempo de espera, entendí una gran verdad, en la que mi mente encontró consuelo y en la que hoy reposa mi futuro: Las cosas no llegan cuando yo quiero, sino cuando Dios las permite. Esto habló a mi vida de un atributo de Dios: Él es soberano.

Poco queremos tener que ver con la soberanía de Dios, porque nos obliga a soltar por completo el control de nuestra vida, que entre otras cosas ha dejado marcas casi indelebles en nuestras manos, porque si algo sostenemos con apego y temor, es ese pequeño timón del libre albedrío. Además nos fuerza a confiar en alguien que nuestros ojos físicos no pueden ver y nos mueve imperativamente a conocer a quien nuestra mente humana considera inalcanzable.

La soberanía de Dios demanda confianza en que su plan es el mejor que el nuestro y que él conoce con experticia el camino a la meta. Significa que hay un tiempo perfecto para todas las cosas, y que en muchas ocasiones o en casi todas -por lo que he visto en mi propia vida- este tiempo parece correr mucho más lento que el de mi acelerado corazón.

Gracias a Dios no perdí la virginidad como lo hacen los adolescentes de las películas hollywoodenses, en la silla trasera de un carro descapotable a la luz de la luna, tampoco a los 20, casándome apresuradamente y mucho menos a los 50 años, después de convertirme en un coleccionista profesional de cómics en la casa de mis papás. El regalo prometido llegó un 29 de septiembre, a mis 28 años, vestido de blanco y en el empaque más glorioso que jamás pudiera haber imaginado: mi esposa. Quien es un recordatorio permanente de la soberanía y la bondad de Dios sobre mí.

Viendo mi historia de manera retrospectiva, puedo percatarme de algo que solo es perceptible a través de los años: la soberanía de Dios, está tan lejos de la tiranía como el oriente del occidente, y que sus planes se asemejan a una orquesta perfectamente sincronizada en tiempo y espacio, para bendición y deleite de sus hijos y su reino.

No sé cuál sea ese sueño que embarga el corazón de los lectores, que les quita el sueño, y al igual que al Henry de 16 años, los hace sentir menos que otros al no haberlo recibido, pero algo sé y es que DIOS ES SOBERANO y esa soberanía se une a su bondad eterna y su desbordante misericordia. Un "no" de Dios en el hoy significa un "sí" mucho mejor, en el futuro, y en Él, como dice Pablo, todas sus promesas son "sí y amén".